En la taberna del Diablo el chico agarra el cuchillo de caza y se levanta. La silla cae al suelo, se produce revuelo alrededor. No han ofendido su honor como para lavarlo con sangre, piensa el sacristán. Le falta hombría, cree la camarera. Todos los días bronca, murmura el letrado, y escupe el tabaco ruidosamente contra el suelo, haciendo ademán de levantarse. De aquí no se mueve nadie, amenaza el muchacho.
El otro se levanta con lentitud burlesca. Su pose teatral es una mofa. Así es como muestra su desprecio al contrincante, al que llama imberbe y mocoso desde hace años. Le aparta de un manotazo si se tercia, pisa sus palabras cada vez que el chico va a hablar. Es más grande y más fuerte, y su ira mueve a un coro de personas que no le quiere pero que se somete a su prepotencia.
No tienes huevos, le reta.
El muchacho duda. Se está dejando engullir por la soberbia del otro. Sabe que ésa es la peor trampa, la peor traición a sí mismo: dejarse arrastrar por asechanza ajena. Debería permitir que actuase su propia alma, que le dicta que ignore al patán. Al fin y al cabo conoce muy bien sus debilidades. Sabe que son ellas -no su pretendida fuerza- las que le obligan a pisotear para sentirse alguien. Por dentro, el hombretón es sólo un muñeco de trapo. Mejor abandonarle a sus miserias.
Dejarle atrás.
Lárgate, mocoso, aquí no cabes, dice el otro.
El muchacho empuña el puñal de caza, que su padre recibió del abuelo, y arremete contra el hermano con el ciego propósito de matar.